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reprochaban algunos saqueos y expoliaciones, �no supon�an nada las veintitr�s casas solariegas que 125 Librodot 126 Librodot Los Reyes Malditos V La loba de Francia Maurice Druon eran de su propiedad o de su hijo y que Mortimer, Lancaster, Maltravers y Berkley, todos ellos all� presentes, hab�an saqueado e incendiado el a�o 1321, antes de ser derrotados unos en Shrewsbury y otros en Boroughbridge? No hab�a hecho m�s que cobrarse los da�os que le hab�an causado y que calculaba en cuarenta mil libras, sin poder estimar las violencias y sevicias de todo orden infligidas a su gente. Terminó con estas palabras dirigidas a la reina: -�Ah, se�ora! �Dios nos de recto juicio, y si no podemos tenerlo en este mundo, que nos lo de en el otro! El joven pr�ncipe Eduardo hab�a escuchado con atención. Hugh Despenser el Viejo fue condenado a ser arrastrado, decapitado y colgado; lo cual le hizo decir con cierto desprecio: -Veo, mis lores, que decapitar y colgar son para vosotros cosas distintas, pero para mi no es m�s que una sola muerte. Su actitud, bien sorprendente para todos los que lo hab�an conocido en otras circunstancias, explicaba la gran influencia que hab�a ejercido. Este obsequioso cortesano no era cobarde, este detestable ministro no era tonto. El pr�ncipe Eduardo dio su aprobación a la sentencia; pero reflexionaba y comenzaba a formarse silenciosamente su opinión sobre la conducta de los hombres que ocupaban los altos cargos. Escuchar antes de hablar, informarse antes de juzgar, comprender antes de decidir, y tener siempre presente que en todo hombre se encuentra la fuente de las mejores y de las peores acciones: �stas son para un soberano las disposiciones fundamentales de la prudencia. No es corriente que, antes de cumplir los quince a�os, se tenga que condenar a muerte a uno de sus semejantes. Para ser su primer d�a de poder, Eduardo de Aquitania pasaba por una dura prueba. El viejo Despenser fue atado por los pies al arn�s de un caballo y arrastrado por las calles de Bristol. Despu�s, desgarrados los tendones, descoyuntados los huesos, fue llevado a la plaza situada delante del castillo y fue puesto de rodillas, la cabeza sobre el tajo. Le apartaron los blancos cabellos para dejarle libre la nuca, y una ancha espada, empu�ada por un verdugo que llevaba una caperuza roja, le cortó la cabeza. Su cuerpo, chorreando sangre, fue colgado por las axilas en la horca; y la cabeza, arrugada y sucia, fue plantada al lado, en el extremo de una pica. Y todos aquellos caballeros que hab�an jurado por monse�or San Jorge defender damas, doncellas, hu�rfanos y oprimidos, disfrutaron, con grandes risas y jubilosas observaciones, del espect�culo que ofrec�a aquel cad�ver de anciano partido en dos. III. Hereford. Para Todos los Santos, la nueva corte se instaló en Hereford. Si, como dec�a Adan Orletón, obispo de esta ciudad, todos ten�an en la Historia su hora de luz, esta hora hab�a llegado para �l. Al cabo de sorprendentes vicisitudes, despu�s de haber ayudado a escapar a uno de los m�s grandes se�ores del reino, de haber sido acusado, llevado ante el Parlamento y salvado por la coalición de sus pares; despu�s _de haber predicado y fomentado la rebelión, volv�a triunfante a aquel obispado para el que hab�a sido nombrado el a�o 1317, contra la voluntad del rey Eduardo y donde habla actuado como gran prelado. Este hombre peque�o, sin atractivo f�sico, pero valeroso, revestido con las insignias sacerdotales, con la mitra en la cabeza y el b�culo en la mano, recorr�a con inmensa alegr�a las calles de su ciudad reencontrada. En cuanto la escolta real tomó posesión del castillo situado al centro de la ciudad, en un recodo del r�o Wye, Orletón mostró a la soberana las obras de su iniciativa, sobre todo la alta torre 126 Librodot 127 Librodot Los Reyes Malditos V La loba de Francia Maurice Druon cuadrada, de dos pisos, con calados de grandes ojivas, cuyos �ngulos terminaban cada uno con tres torrecillas, dos peque�as en forma de arista y una grande que las dominaba, con doce agujas que ascend�an al cielo, y que hab�a hecho levantar para ensalzar y embellecer la catedral. La luz de noviembre jugaba en los rosados ladrillos, cuya humedad manten�a fresco su color; alrededor del monumento se extend�a un amplio terreno cubierto de c�sped oscuro y bien cortado. -�No es verdad, se�ora, que es la m�s hermosa torre de vuestro reino? -dec�a Adan Orletón con c�ndido orgullo de constructor ante esta gran f�brica cincelada, nada recargada, de l�neas puras, de la que no cesaba de maravillarse-. Aunque solo fuera por haberla edificado, estar�a contento de haber nacido. A Orletón, como se dec�a, la nobleza le ven�a de Oxford, no de su cuna. Era consciente de ello, y hab�a querido justificar los altos cargos a los que la ambición tanto como la inteligencia, y el saber m�s a�n que la intriga, lo hab�an elevado. Se sab�a superior a todos los hombres que lo rodeaban. Hab�a reorganizado la biblioteca de la catedral, en la que gruesos vol�menes, alineados con el lomo hacia delante, estaban en la estanter�a asegurados con cadenas de largos eslabones forjados para que no pudieran robarlos. Casi mil manuscritos iluminados, decorados, maravillosos, que abarcaban cinco siglos de pensamiento, de fe y de invención, desde la primera traducción de los Evangelios al sajón, con algunas p�ginas decoradas todav�a con caracteres �nicos, hasta los diccionarios latinos m�s recientes, pasando por la jerarqu�a Celeste, a las obras de San Jerónimo, de San Juan Crisóstomo, los doce profetas menores... [ Pobierz całość w formacie PDF ] |
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