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atraviesa, monótono, con su tren de apariciones, la parte ilumi- nada de la mente, se ha ido entrecortando, gracias a la punta clara de su atención que, como el filo de un diamante, ha venido abriéndose paso para relegar, con ajustes sucesivos, los plie- gues de lo oscuro. A partir de cierto momento, después de va- rios intentos trabajosos, los pliegues se retiran y las caras del diamante, emergiendo de la oscuridad, se concentran en la pun- ta transparente que se estabiliza y se fija, para después alcan- zar la perfección al desaparecer a su vez, diseminada en su pro- pia transparencia, de modo tal que no únicamente el ronroneo, que es tiempo, carne y barbarie, sino también el libro y el lector desaparecen con ella, despejando un lugar en el -.que lo intem- poral y lo inmaterial, no menos reales que la putrefacción y las horas, victoriosos, se despliegan. De tanto en tanto, la mano izquierda, independiente del resto del cuerpo, se desliza hasta el plato de ciruelas, recoge una y la lleva, sin error posible, a la boca que se entreabre para recibirla, triturarla con los dientes y escupir, después de unos momentos, en el hueco de la mano que se ha vuelto a elevar, el carozo casi sin rastro de pulpa, que la lengua y los dientes, por su propia cuenta, han separado con minucia y facilidad para reenviarlo después al exterior. El libro, que se mantiene apoyándose en otros apilados horizontalmente, oblicuo como una biblia sobre un atril, no manda más ruido que el que hacen los dedos del lector al aferrar, gracias al desliza- miento del índice previamente humedecido en la punta de la lengua y la presión del lugar, el ángulo inferior derecho para pa- sar a la página siguiente; y, sin embargo, un tumulto silencioso llena la cabeza de Washington. Espacio y tiempo, arremolinán- dose contra el lector inmóvil, son impotentes para disolver y hacer circular ese tumulto, y resbalan en los bordes inmateriales del cuerpo, sin poder penetrar en el núcleo inmaterial que es su corolario. Las famosas cuatro conferencias de Washington sobre los indios Colastiné dice el Matemático. Leto ha oído hablar de ellas de un modo fragmentario, por supuesto, como, por otra parte, de todo lo relativo a Washing- ton. Viene trabajando en ellas Lugar, Linaje, Lengua, Lógica desde hace cuatro o cinco años; de un modo fragmentario, ¿no?, por ejemplo, que Washington, de quien Leto, antes de mudarse desde Rosario, nunca había oído hablar, en fin, que Washington, por ejemplo, ha estado en la cárcel varias veces, sobre todo en los años veinte y treinta, y que no después, a fi- nales de los cuarenta, ha pasado un tiempo en un psiquiátrico, que se ha casado dos veces y separado las dos, que la hija se casó con un médico y vive en Córdoba desde hace algunos años, que la casa de Rincón Norte, en todo caso el terreno, lo heredó de su padre, farmacéutico en Emilia, con el que desde 1912 hasta su muerte (la del padre, ¿no?), no se habían dirigido más la palabra, que Washington vive de una pensión por invali- dez que le dieron cuando salió del psiquiátrico y de traduccio- nes, etc., etc. y muchas otras cosas desordenadas, que ha ido pescando al azar de las conversaciones, que le ha oído decir a Tomatis, a Barco, a César Rey, a los mellizos, etcétera. Asintiendo, sin volver la vista hacia el Matemático, Leto sacu- de la cabeza. Ahora han llegado a la altura de la casa de discos, en la otra vereda, así que cuando pasan enfrente pueden oír con mayor nitidez la música que, igual que ellos por la calle recta, ha venido avanzando, por el camino más intrincado de la melo- día, hasta ese encuentro pasajero. Pero la indiferencia actual del Matemático respecto de ella es tan completa que Leto siente una irritación rápida, una especie de rebeldía, como si, con esa indiferencia súbita, el Matemático lo defraudara lo cual de al- gún modo es exacto, porque cuando lo ha visto absorbido por la música, Leto ha sentido por él una admiración confusa y un po- co problemática. Ajeno a todo accidente exterior, el Matemático prosigue: Pero esa es otra historia dice. Las conferencias, ¿no? En la noche tranquila de Rincón Norte, en el estudio iluminado y silencioso donde el humo del cigarrillo olvidado en la muesca del cenicero sube callado y regular hacia la lámpara, Washington lee, apacible, el libro abierto sobre la mesa. Y es ahí donde los tres mosquitos hacen su aparición. Aquí el Matemático efectúa una pausa ostentosa y satisfecha, volviendo brusco la cabeza hacia Leto que, para castigarlo por su ligereza de hace unos instantes, decide no registrar el efecto, absteniéndose de desviar la vista del punto fijo ante él muchos metros más adelante en la vereda recta en que la viene fijando, de modo que la sonrisa un poco teatral que el Matemático ha comenzado a esbozar se borra de su cara, y una expresión in- descriptible, pero muy leve, de pánico y tristeza, aparece en ella. Pero casi en el mismo momento en que se lo ha propuesto, Leto, por falta de carácter o por desaprobar en el fondo lo pueril de su actitud, cede y gira la cabeza, adoptando una expresión intrigada no menos teatral que la pausa satisfecha del Matemá- tico. El Matemático revive. Nuevos relentes del Episodio, en on- da fugaces, tenues y sucesivas, lo han asaltado, relentes de los que la expresión leve de pánico y tristeza, que acaba de pasar inadvertida para Leto, ha sido únicamente la manifestación más exterior, como las lámparas de Entre Ríos que, según dicen, vi- braron, parece, la noche del terremoto de San Juan. Las ondas refluyen, y en la imaginación del Matemático, Washington, ab- sorto en la lectura, oye el triple zumbido mucho después que los mosquitos han comenzado a revolotear en la pieza, por encima de su cabeza, en algún punto entre la mesa y el techo y esto, desde luego, según Botón, y, según Botón, según Washington. Ahora, casi a cada puerta de calle, abierta a menudo entre dos vidrieras, corresponde un negocio. En la vereda de enfrente, por ejemplo, después de la casa de discos, que va quedando atrás, dé modo que la intensidad de la música disminuye, hay una sedería, una mueblería, el negocio de artefactos eléctricos Lux, la zapatería para damas Chez Juanita. En la vereda por la que vienen caminando, Leto y el Matemático dejan atrás sucesi- vamente un quiosco de cigarrillos expuesto en la vidriera de un bar americano exiguo y oscuro a pesar de sus taburetes de plás- tico y de su mostrador de fórmica multicolor, una florería, una confitería de lujo, una cigarrería ante cuya vidriera un hombre de cierta edad está poniéndose los lentes para estudiar, con se- riedad minuciosa, los extractos de lotería. De cada negocio, desde la parte superior de la fachada, entre la planta baja y la alta, entre los balcones, se despliegan hacia la calle los letreros [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] |
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