, Borges, Jorge Luis Jorge Luis Borges.Las ruinas circulares 

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que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre
que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos
años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le
dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica dilataba cada
día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso
deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había
acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora
estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y
no existirá si no voy».
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con
cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer. Tal vez impaciente. Esa noche
lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanquean río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los
otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la
tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su
hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de
noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta
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palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas
disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre
persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de
su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos
remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre
mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El
mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las
criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un
fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió
que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su
condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de
otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan
los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad;
es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por
entraña en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como
un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los
leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches;
después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace
muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el
fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio
concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego
comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos.
Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo
acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación,
con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba
soñándolo.
FIN
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