, Vicente Blasco IbaĄez CaĄas y barro 

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digno de un ser fuerte, por reñir, por matar cara a cara, tinto en sangre
hasta los codos, con la locura salvaje del ser humano que se trueca en
fiera... ¡Pero matar a un recién nacido sin otra defensa que su llanto!
¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo guerrillero, para
caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo!
Y lloraba, lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüen-
za de su cobardía y el despecho por su vileza.
En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cier-
ta confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su
padre. Su delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho
apartarse de la lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza
superior que le encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo,
plegándolo a todos sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no
la hubiese conocido! ¡Si al volver de tierras lejanas no hubiera encontra-
do fijos en él los ojos glaucos que parecían decirle: «Tómame: ya soy rica;
he realizado la ilusión de mi vida; ahora me faltas tú»!
Ella había sido la tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el
egoísmo y la codicia con careta del amor que le guiaron hasta el crimen.
Por conservar migajas de su fortuna, no vacilaba ella en abandonar un
trozo de sus entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la obra
aniquilando su propia carne.
¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su
memoria la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que
repetían las generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor
de la leyenda: había acariciado de pequeña a la serpiente, la había ali-
mentado, prestándola hasta el calor de su cuerpo, y al volver de la guer-
ra asombrábase viéndola grande, poderosa, embellecida por el tiempo,
mientras ella se le enroscaba con un abrazo fatal, causándole la muerte
con sus caricias.
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Cañas y barro
Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salva-
je. Aquella Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que
le mataba con los anillos inflexibles del crimen.
No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no podría
mirarlas; vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstru-
osa, con sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al
pensar en Neleta un velo de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de
su arrepentimiento alzábase el deseo homicida, el impulso de matar a la
que consideraba ahora como su enemiga implacable... ¿Para qué un
nuevo crimen?
Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería
quedarse.
Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoís-
mo, única pasión de su vida. Tal vez a aquellas horas circulaba por el
Palmar la noticia del horrible suceso. Su abuelo callarla, pero aquel
extraño venido de la ciudad no tenía por qué guardar silencio. Buscarían,
averiguarían, vendrían los tricornios charolados desde la huerta de
Ruzafa; él no tendría valor para sostener las miradas, no sabría mentir,
confesaría el crimen, y su padre, aquel trabajador puro ante Dios, morir-
la de vergüenza... Y si lograba encerrarse en su mentira, salvando la
cabeza, ¿qué ganaba con ello? ¿Había de volver a los brazos de Neleta, a
verse oprimido otra vez por los anillos del reptil...? No; todo había acaba-
do. Era la mala rama y debía caer; no obstinarse en seguir muerto y sin
jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida.
Ya no lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del
doloroso ensimismamiento.
Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamel. Tonet la
miró con expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por
primera vez, el parásito engordado a su sombra iba a emplear para una
acción buena algo de lo que le había usurpado.
Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la
alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la
blusa y la camisa, se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble
cañón su pecho desnudo.
El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los
gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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